Reseñas – El tren llegó puntual/ Heinrich Böll

El tren llegó puntual (1949)

Heinrich Böll

 

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El camino que comunica Dresde con la muerte es corto en medio de la Segunda Guerra Mundial, pero la angustia es constante. Implacable. El personaje se presenta lejos del lector. Su nombre es Andreas, y aparece como un tipo cualquiera en un subterráneo, escuchando el sonido del convoy que pasa sobre él y que lo conducirá al frente polaco.  Se presenta gritando: “¡no quiero morir!” luego de una discusión con un oficial.  La vida se transforma en la brevedad de un viaje en tren y el tiempo transcurre según los espacios geográficos cuyas posibilidades de existir van paulatinamente reduciéndose.  Al principio es Kolomea, luego Stanislau y por último tiene la certeza de morir en Stryj. Pueblos polacos entre Lemberg y Czernowitz.

Böll ve la guerra desde la Alemania que se derrumba. Aunque se ha escrito mucho sobre el Holocausto judío, es poco lo que nos llega desde la Alemania nazi. El texto está escrito desde la perspectiva de un militante católico del ejército alemán. Publicada por primera vez en 1949, como un cuento en un libro homónimo, el autor debuta y a la vez se consagra con una obra lúcida y madura. Una narración claustrofóbica, sencilla pero propia de un escritor consumado.

Al iniciar el viaje, Andreas tiene plena certeza de que morirá en un lugar entre Lemberg y Czernowitz, certeza cuyos fundamentos nunca son demasiado explícitos. Quizás hasta pudieran ser absurdos (quizá más que la certeza de la muerte, resultan de la desesperanza en la vida). Luego de trabar con sus compañeros de vagón una amistad que probablemente es muy propia de los soldados que marchan al frente, se angustia constantemente de ver los kilómetros de su vida con un mapa entre las manos. Al contemplar su propia existencia condenada, y en un acto desesperado de salvación, usa sus últimas horas para pedir al Cielo por los judíos de los pueblos en donde piensa que su vida terminará.

La angustia invade cada una de las páginas hasta llegar a Lemberg, lugar donde conoce a Olina, quien trabaja como prostituta y es miembro de la resistencia polaca.  La relación establecida con Olina es un tributo a la frivolidad de los sentimientos humanos. La conmoción que se llega a sentir surge de esa misma frivolidad: la nuestra. Pero a la vez es un homenaje a la capacidad de la vida de consolarse a sí misma y de encontrar esperanza aun cuando la muerte se aproxima sobre los rieles de un tren.  Por decirlo de una forma, Andreas encuentra una especie de “alma gemela” en Lemberg. Además de la desgracia, comparten la certidumbre de esa desgracia, el desencanto completo por una vida truncada cuyo sentido es cuestionado a lo largo de la guerra, pero que resurge al final al escuchar a Bach, a pesar de que no se le daba bien a la joven pianista. Andreas descubre que todos sus pecados pueden ser expiados por estar con una mujer que toca piano y que hace que el mundo pueda descubrirse bello aun en medio de la catástrofe.  Uno se acuerda de la imagen del oficial nazi que le perdona la vida a aquel pianista andrajoso de Varsovia tras interpretar una pieza de Chopín.

La obra termina con un breve hálito de esperanza cegado por un pesimismo generalizado.  El intento fallido de la salvación, pero a la vez el cuestionamiento de ese intento. La novela podría terminar con el reclamo que el protagonista le hace al oficial en sus páginas iniciales: “no quiero morir” a lo que se respondería a sí mismo: “acaso la vida significa algo”.

Carlos Gerardo González

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