Después del fin… – Ellos, la posguerra

Ellos, la posguerra…

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Por Vania Vargas

Quizá fue en 1998. En Quetzaltenango se celebraba una especie de congreso de literatura, allí los vi por primera vez. Sus libros estaban a la venta en una mesa de la biblioteca municipal y yo compré uno: se llamaba Yo caja, yo soledad mundo, yo teatro ectoplásmico y su autor era Simón Pedroza, el mismo que esa noche, junto a otros artistas que llegaban de la capital, se reunieron en el templete del parque central para llevar a cabo una lectura de poesía, nada habitual para esos años en una ciudad tan tradicional como Xela.

Ocuparon el espacio, leían con fuerza, se movían por el lugar. Sus textos eran una especie de letanía hacia otra dimensión, nada parecido a nada que se encontrara donde don Renato, el único librero que existía en la ciudad. Allí, junto a pocos espectadores aparte de los mismos participantes, escuché por primera vez a Estuardo Prado, su texto hablaba de un hombre que explicaba con lujo de detalles por qué era adicto a la coca, o algo así. Cuando terminó, todo fue frío y silencio.

Los periódicos ya hablaban de él, o lo harían muy pronto, no recuerdo, el punto es que fue el mismo año en que fundó la Editorial X: un proyecto de publicaciones, no artesanales, donde agrupó a una serie de voces y diseñadores, realmente jóvenes, que más que refrescar el ámbito literario nacional, llegaron a trastocarlo con una estética urbana, que veía su influencia directa en el cine pulp, que hablaba con desenfado de la violencia, el sexo, las drogas, y todas las experiencias que derivaban de ellos. Esa era parte de su línea editorial, y fueron fieles a ella hasta el final, hasta el día que Estuardo Prado cumplió el ciclo de su transgresión y emprendió la retirada, de la que, como Quetzalcoatl prometió regresar, sin que hasta estas alturas se sepa desde dónde observa o no, ese quiebre que dejó en la literatura nacional.

Yo conocí la producción de la X en el año 2000, durante un Congreso internacional de literatura centroamericana, en Antigua Guatemala, donde estaban vendiendo la colección “Después del fin del mundo”, entre otras de sus publicaciones. Por los pasillos andaban: Ronald Flores, que acababa de ganar el premio Mario Monteforte Toledo de Novela, Javier Payeras, Estuardo Prado y Julio Calvo. Adentro, en los salones donde se inauguraba el congreso, el escritor Mario Monteforte afirmaba en relación con ellos:

Lo conocido como social –que tanto poseía de épico– no les interesa, porque están hastiados de política y no creen en las instituciones de poder. Tampoco les interesa lo rural, porque son expresión de lo urbano… Se les acusa de escribir sin serenidad crítica y con amargura. ¿Pero cuántos motivos tiene los intelectuales de hoy para regocijarse y dar finales felices a sus obras?… ¿Cómo puede ser moralista y preceptiva la literatura en una época en la que impera la violencia, la droga, la escatología y el desmoronamiento de los valores humanos en el cine y la televisión?…

Y es que se trataba de una generación que había estado lo suficientemente despierta para ser testigo indirecto de lo que pasaba en los últimos años de conflicto. Lo habían visto por la televisión a la hora del almuerzo familiar, escucharon a sus padres hablar de eso, de lo peligroso que estaba allá afuera, de desconfiar.

Fueron los mismos que luego de la firma de la paz coincidieron en la calle, se reunieron, y protagonizaron una explosión cultural que cargada de referentes como el cine, el internet, la televisión por cable, y la literatura gringa, le dieron otro rumbo al arte y las letras, mediante la creación de libros–objeto, la inclusión de elementos audiovisuales en las lecturas de poesía, la práctica del performance y la instalación; así como la inclusión de contenidos eminentemente urbanos, marcados por el hartazgo, el lenguaje escatológico, la violencia, la irreverencia y la provocación.

Su lenguaje no se halla exento de cierta retórica, dice Sergio Morales Pellecer, en una edición especial de elPeriódico, retórica que más que un origen eminentemente literario, denota una influencia directa de las películas, sobre todo las de horror, el video musical y el spot publicitario. Es también una retórica esquemática, fragmentaria, violenta y violentada; con un predominio del lenguaje coloquial, impregnado de las cosas que evoca: muerte, drogas, sexo, violencia y vértigo. El gusto por la pieza narrativa breve es flagrante. Su estilo decididamente realista tiende al cinismo, y no carente de cierto regusto morboso, procura impactar a los lectores con la descripción del mundo joven urbano.

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Pero para comprender mejor el momento en que surge este movimiento cultural hay que retroceder otro poco y llegar a diciembre de 1996 (el momento en que se firmó la paz).

Todo empezó a gestarse en una casa alquilada, ubicada en la zona 1. Según cuentan, allí se reunían Simón Pedroza, Javier Payeras, Emily Hassell, Pablo Robledo, Francisco Toralla, José Osorio, Daniela e Itziar Sagone, Yasmín Hage, y los miembros de los grupos de rock del momento: La Tona y Bohemia Suburbana, entre otros. Un grupo bastante ecléctico que tenía por nombre: Casa Bizarra. Sus actividades: lecturas de poesía todos los jueves: “Sala del suicidio mental” y “Malas noticias para pequeñas sociedades”. De allí salieron también las primeras publicaciones de Mundo bizarro. Ediciones artesanales como el fanzine Pastel de moscas, el Poema Bizarro de Simón Pedroza, Ausencia es ¼ vacío de Javier Payeras, Automática 9 mm, y la publicación colectiva de Terrorismo moral y ético, entre otros. Así empezaba la movida cultural en la ciudad.

Luego vino la organización y realización del Festival de Arte Urbano: una actividad que incluyó a todas las artes y las sacó a la calle. Pintura, presentaciones de danza y música, teatro y performances en los autobuses, lecturas en bares, fueron solo el inicio de lo que después se haría con el Festival “Octubre azul”, que según comenta Javier Payeras, partió de la idea posmoderna de incluir todo, no hacer una curaduría selectiva. Un movimiento que contó con el apoyo de artistas como Roberto Cabrera, Moisés Barrios, Rosina Cazali e Isabel Ruiz, y que significó un salto hacia una nueva generación, hacia otro tipo de lenguaje.

De esa época queda un testimonio interesante en las publicaciones que todavía caen en algunas librerías de viejo, o que guardan algunos entre sus colecciones extrañas de libros o revistas (El borracho, La chalupa, El supositorio y Hasta atrás fueron otros proyectos de la época).

Este video, Arte urbano, de Sergio Valdés Pedroni es otro documento valioso para revisitar esos antecedentes. Yo lo vi, junto a Carmen Lucía Alvarado y Javier Payeras, mientras organizábamos esta edición. Entre forwarders y rewinders reconocimos lugares, gente que todavía está trabajando, gente que no sé sabe dónde está, vimos un arte diferente en la calle y la reacción de los espectadores, esos antecedentes directos, esa ruptura, desde donde toda la generación actual continúa trabajando.

Video: Sergio Valdés Pedroni

Imágenes: Luis Urrutia, Editorial X

Asistencia técnica: Sergio Palma

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